sábado, 21 de febrero de 2009

La alegria

Anoche escuché música blues, casi como una forma de sentirme mejor frente al sufrimiento de otros plasmados en canciones. Y esto fue lo que pasó:Las voces carrasposas, los sonidos profundos y melancólicos, las armónicas auyantes me hicieron transportar un momento a otro mundo, a un mundo lleno de bocanadas de humo enrareciendo el aire de un club pendencioso, lleno de profundas desilusiones, de nostalgias con aroma a alcohol, de inumerables desdenes caprichosos que refutaban su dolor por permanecer incólumes frente al sol de la madrugada siguiente.Estaba ahí sentada, rodeada de voces fatigadas por la vida, de personajes vestidos en trajes a rayas y sombreros de gangster con un habano en una mano y un whisky en la otra. Ambiente denso, profunda melancolia, retrato de una celebración sin felicidad.Mi mesa estaba coja, acomodada con un corazón que alguien olvidó bajo la pata más corta; la luz era casi imperceptible, como un subterráneo que sucita temores y desazones. La vida misma era una forma de sufrir, la forma perfecta de sucuimbir ante los embates del desamor, de la injusticia, de la falta de convencimiento. Es mi purgatorio.Ojos oscuros, algunos tras lentes aún más oscuros que se delatan por las lágrimas que dejan ver bajo los cristales. Cabisbajos, sufridos, llenos de moho en sus bolsillos y un profundo aroma a olvido en sus chaquetas. Sus pasos nunca los conocí, pues se estancaban en formas ambiguas de movimiento, casi como teletransportándose de un lugar a otro. No era necesario el movimiento, solo era necesario la intención y un whisky añejo.Una banda tocaba en el escenario, delante de una cortina roja, recuerdo de lo que alguna vez fue un escenario de teatro experimental, rayada de sentimientos ligeros en baños de sangre. Sus integrantes no movían sus cabezas, ni siquiera para seguir el ritmo. Todos usaban anteojos de sol y sus cabezas gachas hacían aún más elocuente la fatiga del corazón, la falta de ansias por vivír y la inmensa energía que se necesitaba para acomodar siquiera la vista. Sus acordes eran densos, oscuros, solitarios. El ritmo era tan lento como un amanecer en Julio, las notas se disolvían en nuestros tragos cargados de espera, de desalojo sentimental. Contrabajo de muerte.Los sonidos hacían pequeñas olas en mi whisky, por lo menos eso creía cada vez que miraba más de cerca mi licor de olvido y se desenfocaba pronto. El vaso estaba en mi mano y sin embargo no lo sentía, mi voz estaba callada y sin embargo gritaba por dentro, mientras mis ojos vidriosos por el habano contenían la tempestad como mejor podían. Mis manos desgastadas de tanto escribir, mis surcos sin destino y mis dedos ligeros sólo acompañaban el final temido. Apreté con todas mis fuerzas el vaso, como en un convencimiento propio de que aún podía lograr algo con eso... y sin embargo nada pasó.Ya nada resultaba ser como era antes, mis fuerzas ya no existían y la radiación del sol no se aomaba por mi cara desde hace tiempo. El reloj no pasaba, no existía, había muerto junto con ella. Las voces que alguna vez clamaban en mi interior, hoy se han transformado en fantasmas de alguien que ya no recuerdo. Sombríos episodios y luces sin luz, caminos que nos conducen al silencio y penetrantes obsesiones que no dejan respirar entre el humo de un cigarro mal apagado.Los acordes seguían sonando, con menos fuerza cada vez; la música ya no agradaba, simplemente estaba, como un cuadro al que le prestas atención un segundo y luego desaparece de tus percepciones. Solo, sentado en una silla de madera que miles ha ocupado antes, y que miles ocuparán después. Almas nunca faltan para entrar en este club de la decadencia.El cantinero limpia los vasos como pretendiendo pulirlos con su paño manchado de sangre, mientras su mirada se posa fija en el escenario. Es un show añoso y sin novedad que busca conciliar la pena y el llanto. Una atmósfera de desilución se ha tornado en la mejor decoración del lugar. Muros llenos de fotografías desencantadas, de otras épocas, de otros colonos de esta tierra abobinable y desterrada, que no existe en ninguna parte, que no se remarca en ningún mapa. Es como el teatro de Hesse, "no es para cualquiera".Un piano destaca en ese momento, un piano cuya única nota repetida hasta la saciedad desemboca en un profundo alarido del cantante principal, con todas sus fuerzas viendo emerger desde sus venas aún más dolor y nostalgia que antes. El micrófono está apagado, el tambor también, entra en ese momento una harmónica con desgarros de notas, que no alcanza a ser supremo, sino que fatiga hasta la vista del espectador. Todos cierran sus manos e indican que el tema ha concluído, nada de aplausos, sólo silencio y suspiros.Ahí estaba yo, llorando mis propias penas, cuando alguien se sienta a mi lado. No lo vi inmediatamente, y quizás ya llevaba un rato ahí, sóla recuerdo esa sensación de espacio corrupto por otro ente. Mis manos estaban sobre el vaso y mi mirada perdida en un cenicero repleto de cenizas de dolor. Sólo mi cigarro se erguía imponente frente a toda la ceniza de mi corazón asomada en forma de cenicero.Una servilleta, un grabado en la mesa. Me acerco a verlo y dice "no debería estar aquí", o por lo menos eso creo que dice. Me hace reflexionar, me hace cuestionar, mi alma se empieza a mover, pero cae inevitablemente ante la desdicha y la muerte presunta de un ser que, aún teniendo alma, ya no recuerda para qué servía.

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